El niño estaba sentado en el suelo, a varios centímetros de la tele. Tenía el cuello inclinado hacia arriba, y tenía el rostro iluminado levemente por la luz que emitía la pantalla. A fuera llovía a mares, pero al menos podía distraerse con el televisor. Su abuelo había estado toda la tarde junto a él, pero no le había prestado demasiada atención. Se había limitado a leer aquel libro grueso que figuraba entre sus manos.
Daniel cambió de canal numerosas veces, harto de hacer lo mismo. En la siguiente emisora había una mujer, vestida con unas ropas un tanto extravagantes, llena de purpurina y colores llamativos. Junto a ella, había un hombre mucho más joven, con pinta de lunático. Ella le sostenía la mano y le contaba su futuro a través de los surcos de las manos. Daniel frunció el seño e intentó comprender cómo la vidente era capaz de hacer tal cosa.
Aunque alguien interrumpió sus deducciones, apagando el televisor.
- Ya está bien, Daniel. –dijo su abuelo desde su mecedora- llevas toda la tarde viendo la tele. Si sigues así, se te quedará la cabeza cuadrada.
Daniel se levantó enfurruñado y se sentó en el sofá. Odiaba que le dijeran esas cosas. El era consciente de que por mucho que viera la tele la cabeza jamás se le quedaría cuadrada.
- ¿Es posible eso de las manos, abuelo? – preguntó, recordando el programa que había visto hacía dos minutos. El anciano levanto la vista de la lectura. Vio a su nieto con ese brillo de curiosidad en la mirada y supo que nuevamente, debería eliminar sus dudas. Así que cerró el libro y miró directamente a los ojos del chico.
- Pues claro que no, Daniel. – respondió al mismo tiempo que sentaba a su nieto en su regazo- Eso sólo son tonterías.
El pequeño pareció decepcionado.
- En nuestras manos no se puede leer el futuro, pero sí nuestro pasado y nuestro presente. –Daniel miró sus manos, pequeñas llenas de manchas, blancas y con dedos finos y delgados.
- ¿Qué te dicen mis manos? –le cuestionó el pequeño al anciano, mientras le acercaba sus manitas a la cara.
El viejo sonrió ante la reacción del niño.
- Me dicen que eres joven. A penas un crío. – siguió observándolas con detenimiento- me dicen que eres muy inquieto, que no paras de moverlas. –él reía mientras le escuchaba- También me cuentan que has estado usando los rotuladores y que después no las has lavado.
- ¿Y tus manos que dicen?
El hombre alzó las suyas para poder verlas correctamente. Las giró un par de veces, contemplando la palma de sus manos. Éstas estaban llenas de arrugas y eran más ásperas de la cuenta.
- Vejez. Dicen que estoy anciano, mayor. Cuentan todo el trabajo a la que han estado sometidas. Muestran la sabiduría que me ha enseñado la vida. – se quedó melancólico, pensativo. Finalmente, continuó hablando:- Pero con las manos también podemos expresar nuestros sentimientos, cuando estamos enfadados, por ejemplo las apretamos fuertemente. Sin embargo, cuando estamos felices y contentos podemos aplaudir.
Daniel miró las manos de su abuelo. Ancianas y estropeadas, como él había dicho. Pensó durante un momento en todo lo que le había contado y sacó una deducción de todo ello.
- ¿Sabes lo que me dicen tus manos, abuelo? – él negó y esperó la respuesta. Tras unos instantes el niño contestó- Transmiten amor, mucho amor.
Al anciano se le encogió el corazón durante unos segundos y miró a Daniel con una amplia sonrisa llena de amargura. Después le abrazó intensamente, rodeándolo con sus manos, mostrando una vez más el amor que sentía hacia su nieto.